MÉXICO

Al finalizar 2007, permítame, amigo lector, compartir con usted la experiencia de haberme traído a mis dos adolescentes a vivir durante un semestre escolar a la ciudad de Boston, Massachusetts. Evidentemente, de mis experiencias de un semestre, no puedo sacar conclusiones extensivas acerca de los adolescentes en México y Estados Unidos. Sería injusto y pretencioso.

Hemos vivido en un municipio conurbano de Boston, llamado Brookline, que tiene fama de tener altos estándares educativos en Massachusetts y, por lo tanto, en ese país. Según un conocedor de Boston y México, el profesor Jorge Domínguez, Brookline es una especie de Coyoacán mexicano, pero con algo de Polanco, agregaría yo, pues es el barrio judío.

Qué maravilla es poder mandar a los hijos a la escuela pública del barrio, a la que pagan nuestros impuestos. Todas las mañanas, especialmente cuando empezó el frío, me acordé de la máxima de una mujer que derrochaba sentido común, la señora Laveaga, que en paz descanse: "La mejor escuela es la que te queda cerca." Pocos días antes de empezar las clases, acudimos a la inscripción, con el típico nervio de los primerizos. Por más que mi mujer se aplicó, faltaban detalles. Sorpresa. Una vez que avalamos que vivíamos en la colonia, igual había que presentarlo todo, pero por ley ya éramos parte de la escuela.

Otra sorpresa. Cuando llegamos a que le asignaran clases a mi hija en segundo de secundaria, ya la consejera sabía cuáles eran sus fortalezas y sus debilidades. Había revisado a fondo el dossier de información que nos solicitaron. Y de paso había hablado por teléfono con la escuela de México (no pude reprimir el comentario: la escuela de México es la que parece pública).

Sorpresón. Llegó el día de la primera fiesta de la secundaria. No me lo va a creer. El baile es de las 7:30 a las 10:30 pm. Nada de una o dos de la madrugada. Y, desde luego, cero alcohol. A los estudiantes se les da una credencial para entrar y a quien se porta mal, se la quitan.

Mi hijo, que va en primero de preparatoria, desde luego, estaba desangelado: "Si estos gringuitos vinieran a México no se regresarían, allá es Disneylandia, con antros y todo".

Hasta cumplir los 21 años ya se puede ingerir alcohol en Massachusetts. Y, según parece, en los bares son muy estrictos. Otra sorpresota: no hay antros para los chavos. Bueno, después de una búsqueda exhaustiva, mi hijo encontró que dos o tres antros organizan un baile una o dos veces al mes, destinados a jóvenes de 16 para arriba, pero, eso sí, cero alcohol. La pachanguita dura hasta la media noche.

Los chavos se las arreglan para conseguir alcohol, me había dicho mi hijo. Efectivamente, a una fiesta en casa llegaron bien armados: un barrilito de cerveza como de cinco litros y varios six packs. Al rato sacaron una botella de vodka de 5.99 dólares, aún tenía el precio. Mi esposa, con toda la mano izquierda del mundo, la incautó, aduciendo que un vodka de tan mala calidad les haría daño.

Los chavos y las chavas aguantaron. No hubo destrozos y los 20 desaparecieron al rededor de la una de la madrugada.

Al día siguiente comenté con los vecinos las buenas impresiones de la noche anterior y me pusieron pinto: "Si alguno de los jóvenes hubiera tenido un problema después de salir de tu casa, especialmente un accidente, hubieras sido responsable porque en tu casa consumieron alcohol".

Me cayó el veinte de por qué a mi hijo no lo invitan a las casas de sus amigos. Nadie quiere tener responsabilidades sobre los adolescentes. A las contadas fiestas que asistió, ya después de nuestra fiesta, me explicó, era porque los papás no estaban.

No sé qué tanto la prohibición de alcohol induzca al consumo de drogas en los adolescentes. Mi hijo y sus cuates me dicen que es tanto o más sencillo comprar mariguana que alcohol en Brookline. Los adolescentes se quejan, al no tener nada que hacer. Y, según mi hijo y sus amigos, al no haber antros, los jóvenes se meten a sus casas a drogarse. No lo sé. Pero sí que un alto porcentaje de la prepa pública de Brookline, 90%, acaba acudiendo a la universidad. Más aún, 10% ingresan a escuelas de pedigrí, las llamadas ive league, como Harvard.

Acabo contento 2007. Aproveché para dormir bien los fines de semana. Especialmente ante las amenazas de mi hijo, a las que se empieza a sumar mi hija: "Aprovéchate, pues ahora que lleguemos a Acapulco me voy a quedar hasta las tres o las cuatro de la mañana en el antro. No sé si las cuatro, pero está duro antes de las tres, pues el famoso Alebrije, que los admite desde los 15 años, abre a media noche".

Y mire, lector, aguanto con gusto la desvelada. Pero después de un semestre en Boston, regreso con mucha menos tolerancia ante las dos lacras que nos azotan en la Ciudad de México a los que tenemos adolescentes: la inseguridad y la tolerancia al consumo de alcohol.

Como propósito lo invito a que denunciemos, a que alcemos la voz: ¡No es posible que unos cuantos nos quiten el sueño porque pueden secuestrar o abusar de nuestros hijos! ¡Tampoco toleremos el alcohol en adolescentes!

Cómo es posible que sea una práctica común del Alebrije o de cualquier fiesta de la Ciudad de México que los adolescentes salgan literalmente intoxicados. Nos vamos a arrepentir de nuestra tolerancia al alcohol. Los estadunidenses se han arrepentido, sin remedio, de su tolerancia a las drogas en los 60 y los 70, pues la siguen pagando. Si no ponemos fin a la permisividad actual, en nuestro México, la pagaran nuestros hijos y nuestros nietos.